Para el que no leyó la entrada anterior (que de todos modos pueden leer más abajo), le cuento que este texto que estoy traduciendo está sacado de un libro de fines del sigloXIX sobre la homosexualidad. Este libro tiene la particularidad de incluir un relato verdadero que recibió un famoso escritor (Emile Zola) de un joven de 23 años gay que le contaba su vida y sus aventuras. Es el único relato de primera mano sobre el tema y me parece interesante para ver como se vivía la homosexualidad en esa época.
Acá va la segunda parte.
Advierto que el pudoroso escritor del libro (no el del testimonio) consideró necesario que las partes interesantes (las de sexo) se tradujeran al latín, para no choquear a su público, y así el cretino, sucio y asqueroso homofóbico, nos dejó sin partes interesantes del libro. Si algun gay erudito sabe latín y tiene ganas puede traducir esas partes que están en cursiva. De todos modos, y sin querer hacerme el sabio, yo algunas palabras entendí. Por ejemplo, tengo muy buenas razones para pensar que entendí perfectamente la palabra "erectum" y "libidine".
II- Infancia – Primeras desviaciones.
A los cinco años, me mandaron a la escuela pero solo permanecí algunas semanas, hasta que el médico de la casa percibió que me volvía pálido y enfermo si permanecía mucho tiempo en los bancos de la escuela.
Cuando tenía siete años cambiamos de residencia y nos fuimos a vivir a Florencia. Los negocios de mi padre funcionaban magníficamente lo que nos permitió tener un magnífico coche, sirviente, y una linda casa en donde mi padre reunió todo lo bello y elegante que es posible imaginar. Se contrató una institutriz para mí y enseguida sentí una exaltada amistad para con esta señora que era muy distinguida y me quería mucho. La prefería mucho más que a mi madre, que estaba muy celosa y trataba en lo posible de separarme de ella, lo que no consiguió. A los siete años era tan encantador como había sido anteriormente, con una inteligencia que asombraba a todos los que se me acercaban. Tenía la mayor de las admiraciones por todo lo que era grande y bello y tenía una verdadera pasión por todas las bellas damas y las reinas de las que leía, con mi institutriz, la historia.
Tuve una violenta admiración por la Revolución Francesa y un día que encontré un resumen de la Historia de los Girondinos de Lamartine, devoré el libro en un par de horas. De noche soñaba y no dejaba de querer hablar de esta época grandiosa de la historia de Francia. María Antonieta, la Sra. Elizabeth, la princesa de Lamballe fueron mis grandes pasiones; me gustaban menos los héroes y las heroínas populares, al haber tenido siempre una admiración sin límites por las heroínas y las mujeres desgraciadas, vestidas de terciopelo y llevando abrigos de piel. Mi progreso en el estudio fue rápido, lo que sorprendió incluso a mis maestros por la rapidez con la que aprendía y concebía todas las cosas.
Era en aquel momento totalmente inocente y no sospechaba nada de nada. Iba mucho, con mi gobernanta a los museos y, a pesar de ser joven, me apasionaba por las artes, para las que tuve una gran simpatía. La vista de una obra maestra me sacudía violentamente y el estudio de la mitología, que me lo hicieron hacer frente a las obras maestras antiguas, me apasionó. Soñaba con los Héroes, Dioses, Diosas; la guerra de Troya me causó una gran impresión, pero, cosa extraña y que solo pensé más tarde, todos mis pensamientos y mis entusiasmos iban hacia los héroes antes que hacia las heroínas. Admiraba mucho a Elena, Venus y Andrómaca, pero mi gran amor, mi gran admiración era para Héctor, Aquiles y Paris, pero sobre todo para el primero. Me apasionaba por él y me imaginaba siendo Andrómaca, para poder tener en mis brazos el héroe BARDÉ de hierro y cuyas bellas formas atléticas, los bellos brazos desnudos y el casco alto me hacían pensar durante horas. Me acuerdo todavía de las dulces emociones de esas horas pasadas en los largos corredores del museo en donde veía tantos bellos héroes y dioses desnudos que mi imaginación amaba dándoles una voz imaginaria. Me quedaba horas enteras pensando en la felicidad de este mundo de mármol, tan perfecto, tan por encima de la realidad y no podía explicarme todo lo que sentía.
Ya entonces me gustaba la soledad y casi puedo decir que los juegos de los varones me asustaban. Mis hermanos eran muy grandes para ocuparse de mi, y, por otra parte, pasaban poco tiempo en casa. Nunca tuve demasiada simpatía por ellos. Mi hermano mayor era muy lindo, los dos otros lo eran menos, sobre todo el tercero que, con sus piernas cortas y sus largos brazos, era igual a la familia de mi madre que, gracias a Dios, vive lejos y que no quiero. Todos mis hermanos se encuentran en buena posición; tienen todos una familia y son muy felices, sobre todo los dos primeros. Me quedé solo en la casa paterna, lo que no me molesta mucho.
Continuaba entonces mis estudios pero de manera muy irregular. Estudié varias lenguas y devoraba todas las literaturas entusiasmándome por todo los que era bello y sobre todo poético. Los versos ejercían una gran influencia en mí. Sus cadencias me daban verdaderos escalofrío y aprendía de memoria largos monólogos y escenas enteras de mis tragedias preferidas. La música también me gustaba enormemente. Me sentía transportado por los lindos versos como por la buena música. Vivía realmente en un mundo ideal como un niño de diez años nunca lo imaginó en sueños. Me apasionaba siempre por las bellas heroínas de la historia y los poemas y los quería como amigas, ya que la mujer me pareció siempre un ser exquisito y encantador, tan lejos de lo terreno que lo pensaba como una divinidad.
Tuve entonces un gran fervor por la Virgen María, que consideré como el prototipo y modelo de todas las mujeres. Me interesaba participar de su Naturaleza Divina y pasaba varios meses en la mayor de las devociones, cosa extraordinaria dado que en nuestra casa todas las prácticas religiosas habían sido abolidas y nadie se ocupaba de ellas. Mi madre había conservado de su antigua religión el odio hacia las iglesias y la pompa religiosa, y era esto, sobre todo lo que me gustaba. Entonces cambié de gusto y, en lugar de Helena, las diosas y los héroes, me empezaron a gustar las Santas, las Vírgenes y los Mártires. Las paredes de mi habitación fueron cubiertas por pequeñas imágenes de santos y ángeles ante los cuales decía mis plegarias casi todas las horas. En el medio de mis clases pedía salir con cualquier excusa y corría a mi habitación para rezarle a la encantadora Madonna que consideraba como una hermana, como una amiga.
La devoción duró poco y, no sé cómo, desapareció de repente. Acuso siempre a una imagen de Santa Magdalena de Pazzi que tenía la mucama de mi madre y que me parecía tan horrible que no podía conservar la seriedad ante este pequeño monstruo. Desde entonces, mi admiración hacia las Vírgenes y las Santas desapareció y recaí en plena mitología. Casi me transformé en un idólatra y compre una estatuilla de Venus para quemarle incienso y llevarle un ramo todas las mañanas.
Desde hacía un tiempo sentía estremecerse en mí una nueva vida. No podía permanecer quieto y en mis fantasías se presentaban las más bellas imágenes que me mantenían despierto noches enteras. Leía todo lo que me caía bajo el brazo y devoraba las novelas clásicas que estaban en la biblioteca de mi padre. Esto me encendió y me volví tan apasionado, tan nervioso que todo el mundo se sintió maravillado. Hablaba a tontas y locas y en esta explosión de juventud pasaba de los más audaces pensamientos y de la exaltación más fuerte a tristezas y abatimientos sin causa aparente. Muchas veces lloraba solo y para consolarme me refugiaba en un mundo imaginario.
Mi pasión por los vestidos siempre estuvo presente y cuando estaba solo me instalaba frente al espejo de mi madre y me paseaba llevando tras mío las sábanas de mi cama o viejos chales cuyas caídas caían sobre mí. Siempre sentía el deseo de cubrirme con largos velos, y esta pasión, que no me había abandonado desde la tierna infancia, volvió con fuerza.
Un día, una amiga de mi madre me dijo bromeando que empezaban a notarse mis bigotes. Casi la estrangulo tanto esta insinuación me pareció insultante y la noticia me fue muy dolorosa. Corrí rápido hacia un espejo y me sentí mucho más tranquilo al ver mis bellos labios libres de ese asqueroso pelo que me asustaba tanto.
Me gustaba sentirme mujer, con la imaginación y la belleza que consideraba que tenía y las aventuras que imaginaba me hacían estremecer de placer.
A los trece años era todavía muy inocente y no sabía nada sobre la unión de los sexos y las diferencias que existen entre ellos. Esto parece extraño para un niño tan avanzado para su edad, pero juro que es verdad. Vivía demasiado para el corazón y la imaginación y amaba demasiado todo lo que era ideal para ver las cosas que estaban más cerca de mí.
Un niño, de unos quince años se encargó de poner fin a mi inocencia sobre este tema. Fue durante una estadía en una ciudad de baños a donde todos nuestro personal doméstico nos había seguido. Iba seguido a los establos a ver nuestros caballos y me gustaba jugar y charlar con un chico de mi edad con el cual me dejaban a veces correr en el gran jardín. En poco tiempo este chico me instruyó y me volvió tan sabio como él. Cuando supe como se hacían los bebés, me indigné y sentí un profundo asco de mis padres que no habían tenido vergüenza de hacerme de esta horrible manera.
Estas conversaciones terminaron por aburrirme terriblemente ya que si bien estaba dotado con una gran inteligencia, lo estaba menos en lo que la físico respecta y a los trece todavía no era un hombre.
Este chico se corrompió varias veces ante mí y, aunque estaba loco por imitarlo y sangre hirviendo circulaba por mis venas, no podía conseguirlo cuando estaba solo.
Al poco tiempo este chico fue echado y si bien no olvidé sus lecciones, no pensaba demasiado. Lo que sin embargo me extrañaba mucho es que siempre hablaba de acostarse con mujeres desnudas y hacerle lo que les hacían, mientras que yo no sentía ningún deseo de hacer eso y me parecía lo más natural acostarme con un hombre. Creía que era muy débil, muy lindo, muy delicado para dormir con mujeres, a las que me parecía mucho y, por otra parte, nunca hubiese tenido el coraje de hacerlo.
El hombre me pareció desde entonces mucho más lindo que la mujer, ya que admiraba en él una fuerza, un vigor de las formas, que no tenía y que me parecía que nunca iba a poseer. Siempre me había imaginado como una mujer y, desde entonces, todos mis deseos fueron de mujer.
En aquel entonces tenía algunos amigos y, sin darme cuenta, comencé a sentir una amistad exagerada hacia ellos. Sentía celos y, cuando me pasaban el brazo por la espalda, me estremecía. Mi gran alegría era darles prueba de mi afecto y hacer pequeños sacrificios por ellos. Me dolía su indiferencia y sus gustos ruidosos que diferían de los míos y me hubiese gustado que se ocuparan solo de mí.
Pero lo que sobre todo me atraían eran los hombres maduros, de treinta a cuarenta años. Admiraba sus bellas formas, sus voces graves que contrastaban de manera evidente con nuestras voces todavía infantiles. No me daba cuenta de lo que sentía pero hubiera dado todo lo que tenía por ser agarrado en sus brazos y juntar mi persona a las suyas.
Pasaba noches enteras soñando con estas cosas y pensando que eran reales. No sabía entonces hasta donde puede caer el vicio horrible que alimentaba sin saberlo y contra mi voluntad, y que en el futuro me volvió tan desdichado.
Un empleado que estaba desde hacía poco en nuestra casa, y que tenía una figura soberbia, con sus bigotes negros, atraía toda mi atención. Por medio de pequeños engaños de niño buscaba que hablara de cosas indecentes y él lo hacía gustoso. Lo quería mucho y deseaba que estuviera al lado mío cuando iba a cualquier lado. Me acompañaba a la noche a mi habitación en el segundo piso y se quedaba cerca de mí hasta que estuviera casi dormido. Le hacía hablar sobre sus amantes, sobre los malos lugares donde iba y, tanto me gustaba que me quedaba muchas horas después despierto y lleno de deseos de los que no me daba casi cuenta. Me hubiera gustado tenerlo acostado al lado mío, sentir su cuerpo rubio y respetuoso; me hubiera gustado besarlo y tenerlo cerca para darle y recibir placer. Mis deseos se detenían ahí y no pensaba que pudiera pasar algo más. Una noche, después de una larga conversación sobre nuestro tema favorito, y después de preguntarle sobre las cosas más indecentes, sentí de repente el deseo de conocerlo enteramente y sin vergüenza, en broma Eum rogavi ut mihi inguen suum ostenderet, ut viderem an tam ingens pulchrunque esset quam diceret. Primum noluit, sed, quum pollicitus sum nihil de com me dicturum esse, bracas aperuit illudque mihi ostendit erectum, quae qudem erectio ex verbis meis evenerat. Accésit ad tectulum in quo jaciebam libídine et pudore anhelans. Nunquam videram inguen adulti viri, et tam commotus fui ut ne verbum qudem proferre potuerim. Nescio que vi, que eupiditate innata impulsus, illud dextra prehendi, multunque fricabam, dicens : « Quam pulchrum est! Quam pulchrum” Furiosa cupidine ardebam ut aliquid facerem ex hoc inguine quod dextram totam implebat, acriterque eupiebam in corpore meo foramen esse quo in me posset introdu quod tam rehementer appetebam.
Al escuchar un ruido el empleado se cubrió enseguida y se retiró dejándome hirviendo en deseos que nunca antes había tenido y que no creí que pudieran existir. En el fondo, había ya una especie de desesperanza y la convicción de que no podría jamás gozar de lo que hubiese amado tanto.
La noche siguiente quise retomar la escena de la horrible noche, pero el hombre, aparentemente, temió alguna indiscreción y no quiso mostrar nada más. Yo estaba furioso.
Una noche este empleado fue descubierto y casi echado por mi padre ya que supo que casi todas las noches hacía entrar a sus mujeres a la casa.
Al enterarme de esto, y al enterarme que había cerca una persona que gozaba de él, al que yo tanto deseaba, lloré de rabia y maldije al cielo por no haberme hecho nacer mujer.
Al poco tiempo este hombre dejó de trabajar en casa y no me preocupó mucho. Era muy joven entonces y lo que me impresionaba, por más fuerte que fuera, no duraba demasiado.
Continuará.
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